La autenticidad es como un diamante: tiene valor universal. Atesoramos esas frases espontáneas, los errores casuales y las emociones del momento. Evitamos los guiones pulidos y los lugares comunes. Pero nos olvidamos de que todo lo que consumimos pasa por un filtro.
Como ese vlog de nuestra influencer favorita que muestra un momento particular de su mañana… y omite el resto del día. O el documental que exhibe escenas trágicas con música de fondo. Incluso las reflexiones y los ensayos tienen un trabajo de edición. Como este texto.
Una de las cosas que aprendí en la universidad es que siempre hay una puesta en escena. Evitar la mediación es imposible. Incluso un video en vivo implica decisiones estéticas: ¿dónde está la cámara? ¿Qué muestra? ¿Cuándo hace zoom? Es imposible mostrar toda la realidad.
Entonces, ¿qué es la autenticidad? Acercarse lo más posible a la verdad. Pero también recordar que toda representación es incompleta. Como una foto que no muestra todos los colores que veríamos en la vida real. Es solo una imitación.
Es imposible ser siempre nosotros mismos. Todos tenemos máscaras; son parte del día a día. Una madre debe ser firme. Un boxeador debe ser rudo. El doctor debe parecer confiable. Todos seguimos un papel laboral y social.
Esa influencer, por más genuina que busque ser, proyecta una imagen. Por algo, hoy hablamos de marca personal. Cada gesto, suspiro y mirada comunica algo. Y cuando ella piensa que algo es espontáneo, se percata de que está frente a una cámara. Miles de ojos la juzgan.
Ahí es cuando recuerda que no debe exponerse. Que no debe revelar sus creencias más profundas y polémicas. Porque nosotros no vivimos en un reality. Elegimos qué mostrar y qué ocultar. Esa es nuestra puesta en escena.
La ironía es que el silencio también es una forma de autenticidad. Implica marcar límites y decir: “Esto es solo mío. Las masas no tienen por qué saberlo”. Revelar algo que te incomoda para ser transparente es muy forzado.
Ser auténtico es no buscar ser auténtico.